Tener hermanos
es un privilegio maravilloso: mi hermano mayor me defendía cuando me gritaban en la calle y
en la escuela (o donde sea) un apodo. Fue como Sancho Panza que acompañaba a
Don Quijote de la Mancha en las aventuras, éramos como uña y mugre en las travesuras de la niñez. Un soporte emocional en mis
tristezas y reíamos a carcajadas en los momentos de extrema alegría. Un cómplice
de las diabluras hechas con total inocencia y apoyo incondicional en mis
locuras. Mi primer amigo y compañero escolar. Compartimos lo poco que teníamos
en partes iguales cuando se trataba de la comida o golosinas. No existían
envidias, ni rencores a pesar que a
veces nos peleábamos “a muerte” como cualquier patojo de nuestra edad. Mi
confidente en cuestiones de carácter íntimo, tales como amorosas. De él tengo más recuerdos que de mis otros
hermanos; eso no quiere decir que a los demás no los quiero sino que conviví
más tiempo con él, en comparación con carnalitos. Y tener hermanos menores es
una responsabilidad grande porque se tiene que dar un buen ejemplo para que
sigan un sendero que los lleve al progreso. De lo contrario, uno caería en el error de ser “la oveja negra”
porque ellos tienden a imitar de los mayores, ya sean buenas, regulares o malas conductas y
nadie quiere ver a sus hermanos en el abismo del fracaso. Todos tenemos la
obligación de ayudar y de sacarlos avante, personalmente pienso que si ellos
están bien, yo estaré en paz conmigo mismo. Este necesario exordio sirve para explicar
el cariño entre hermanos y que todos
tenemos, por el amor de nuestro Padre Celestial, un Hermano Mayor: Jesús de
Nazaret.
Hace más
de dos mil años, nos enseñan las Sagradas
Escrituras que la virgen
María concibió por el poder del Espíritu
Santo 9su primogénito, Jesús. Para José
que tuvo el privilegio de ser padre terrenal del Hijo de Dios, podemos suponer
que fue difícil aceptarlo, y lo hizo, hasta que en un sueño le fue revelado los
designios del Todopoderoso. Como se dice popularmente “padre no es el que engendra sino el que
cría” y este fue un claro ejemplo al acatar la divina providencia. Jesús vio la
luz del mundo y tuvo un pesebre por cuna,
cumpliendo así las profecías hechas varios años antes de su sagrado nacimiento. Tuvo que nacer por la vía natural para venir
a la tierra y dar su vida para que todo aquel que cree en él, su espíritu sea
salvo: fue crucificado para pagar nuestros pecados, cumpliendo así la misión
dada por el Creador del Universo y materializando el inigualable paradigma de
hermandad. Él lo dijo: “… aquel que hace
la voluntad de mi Padre que está en los cielos
ese es mi hermano...”
Y las fiestas
decembrinas, además de tener el propósito de recordar el acontecimiento más
importante de todos los tiempos que marcó una
nueva época para la humanidad, también que sirva para la reconciliación
entre personas y familiares; para entablar una mejor relación con el prójimo y
seguir uno de los ejemplos que nos dejó
nuestro Hermano Jesús: la caridad. Reproduzco la parte final de mi cuento El Mejor
Regalo Navideño que fue escrito propicio para estas fechas: “Recuerdo que mi abuelita decía que “es mejor
dar que recibir”, pero a las personas mayores se nos olvida esa ideología que
causa emociones celestiales. Todo mundo para estas fechas hacemos representaciones
de “El Portal de Belén”. Adornamos el
“arbolito navideño”. (Únicamente queremos disfrutar a lo grande y no recordamos
el verdadero espíritu de la navidad) Y
olvidamos al necesitado de compañía, a los enfermos y en el más
recóndito lugar de nuestro corazón arrumamos el deseo de hacer un acto de amor…”.
Agradecido
con el año que termina y esperando el venidero, les deseo una feliz navidad y
un prospero años nuevo. ¡Salutaris!
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